Las llamadas particiones de Polonia constituyen un episodio relativamente conocido de la Historia de la Europa centro-oriental pues, entre otras cosas, sirve para ilustrar el ataque de las potencias «reaccionarias» contra la que se considera la primera constitución moderna de Europa (1791) o para hacer de Polonia el símbolo del sufrimiento infligido a un Continente por los totalitarismos (Pacto Molotov-von Ribbentrop).
Ese tratamiento tan considerado y atento dispensado a Polonia, ha sido negado, sin embargo, a naciones como Ucrania; así, si, desde el S. XIX, el nacionalismo polaco ha gozado de la simpatía de los intelectuales occidentales, a la nación ucraniana se le ha llegado a negar su misma existencia: Ucrania se convierte, de este modo, en una paria en Europa, a ka que se le niega su condición de nación y, en consecuencia, un territorio que puede ser troceado sin miramientos.
Los que consideran que esta nación no es más que una entelequia, esgrimen la misma etimología del topónimo Ucrania (del lituano, frontera) como argumento para negarle su derecho a existir. Desde luego, las fronteras de Ucrania han sido terriblemente fluidas y permeables, pero, aparte de la brillante historia de la Rus de Kiev, en el S. XVII asistimos a serios intentos de hacer de Ucrania un territorio autónomo y bien diferenciado, tanto de Polonia, como de Rusia o del Imperio otomano: cuando Bogdán M. Jmelnitski suscribe el primer tratado de Pereyáslav (1654), está buscando la protección de Rusia, no la sumisión del Hetmanato, del mismo modo que, los atamanes que suscriben con la Mancomunidad polaco-lituana el Tratato de Hadiach (1658), buscan crear una Mancomunidad polaco-lituano-rutena en la que esta última tendría un estatus equivalente al de los otros dos territorios. Decir, por último, que el segundo tratado de Pereyáslav (1659), suscrito por Yuri, el hijo de Jmelnitski, inicia el declive y la sumisión del Hetmanato que el reinado de Catalina II consumaría.
Observamos, no obstante, que los grandes atamanes cosacos que protagonizan el S. XVII, no hacen sino buscar la protección de las potencias vecinas, mas no para quedar sometidos a estas, sino para asegurar su independencia y su futuro.
Sin embargo, los tratados de Andrusovo (1667) y de la Paz Eterna (1686) consagrarán la división de Ucrania entre las potencias vecinas, en un proceso que recordaría las futuras Particiones de Polonia (la primera de las cuales se llevó a cabo en 1772). Por tanto, si las sucesivas reparticiones de los territorios pertenecientes a la Mancomunidad polaco-lituana son juzgadas como una injusticia histórica, producto de los abusos perpetrados por las potencias vecinas, ¿por qué no juzgar los tratados de Andrusovo y de la Paz Eterna de la misma forma, aunque tengan como víctima, en este caso, a Ucrania?
Tras las Particiones de Polonia, Ucrania se mantiene dividida entre rusos y austriacos, hasta que, durante el convulso final de la Primera Guerra Mundial, las Ucranias vuelvan a reunirse, concretamente, en enero de 1919, a través de la firma del Acta de Unificación por parte de los representantes de la República Popular de la Ucrania Occidental y de la República Popular ucraniana… Los avatares de la guerra que les enfrentan a polacos y rusos, sin embargo, tendrán como consecuencia un nuevo reparto de Ucrania, en este caso, la Polonia surgida de la I GM y la recién nacida URRS, repartición sancionada por la Paz de Riga (18 de marzo de 1921).
En las últimas décadas, la sufriente nación ucraniana, parece abocada a seguir padeciendo la codicia y los intereses egoístas de las potencias vecinas, pues, tras la Declaración de Independencia de 1991, asistimos, 25 años después, a un nuevo despedazamiento de la nación ucraniana, producto de acuerdos suscritos bajo la coacción de una invasión militar, en este caso, de su vecino ruso, y de las presiones ejercidas por sus egoístas vecinos europeos occidentales.
Andrusovo, Paz Eterna, Paz de Riga, Minsk… acuerdos, todos ellos, impuestos a Ucrania por la fuerza de las armas, de la intolerable presión ejercida por las potencias mundiales del momento, en base a intereses ajenos a la nación ucraniana y que suelen constituir puntos de partida de procesos que consagran la división y, en consecuencia, la debilidad y la sumisión de todo un pueblo.
Tras Maydan, son los propios ucranianos los que tienen en su mano la capacidad para oponer la dignidad a la resignación y su voluntad a la coacción. Esperemos que sepan encontrar el camino.