Ella abandonó Lugansk en otoño. Se fue a alguna parte de Rusia. Su chico fue quien le propuso ir específicamente allí. Creo que si no hubiera sido por su chico, habría emigrado a alguna parte del territorio ucraniano. Pero bueno, son el amor, los sentimientos, la necesidad de permanecer cerca de los seres queridos en estos tiempos tan duros. Es comprensible, no hay duda. Ya que tanta gente está dispuesta a pasar por encima de otros, en tantas familias las personas no se hablan entre sí por esta guerra. Por lo menos ellos sí están unidos. Por lo menos les va bien.
Hace poco ella me escribió una carta, me dijo que alguien le dio mi libro y me dio las gracias. «A lo mejor nos cruzamos en alguna parte», me dijo. «Por supuesto», le respondí, «en Lugansk».
Tantas voces similares se escuchan en los últimos meses. Voces de aquellos que se han marchado, que lo han dejado todo, que se han quedado sin nada. Son distintos: algunos condenan el separatismo, algunos lo respetan, otros incluso lo apoyan. Algunos fueron forzados a huir, algunos simplemente tienen miedo, algunos han decidido aguantar la tormenta. Ahora hablan de sus ciudades en tiempo pasado. En el pasado quedaron los tiempos de paz, las costumbres, los amigos, las direcciones conocidas, los lugares favoritos.
Algunos quieren volver. Algunos no quieren. Pero esos lugares atraen hacia sí de un modo u otro; hablan de esas ciudades con ternura y nostalgia, u odio e irritación. Hablan de ellas como de algo de lo que se les ha privado, algo que se han visto obligados a rechazar, algo que debe ser resuelto. Nadie se preparó para ser un refugiado, te conviertes en refugiado de repente y sin previo aviso, pocos están preparados para algo así, pocos son capaces de aceptarlo.
Esconden su desconcierto detrás del valor o la pena, la negación o la docilidad. Pero el desconcierto es difícil de esconder, está en los ojos, es fácil de apreciar. Es mucho más complicado, sin embargo, encontrar las palabras adecuadas, para responderles de alguna manera, para hablar con ellos con normalidad, para no ofenderles con la compasión, para no ofenderles con la indiferencia.
Mientras ellos vagan por el mundo, alquilan viviendas temporales, se detienen en lugares poco acondicionados para la vida, mientras tratan de instalarse y acostumbrase, alguien vive en sus ciudades, alguien llega a esas ciudades, y puede que incluso, se instala en sus casas, habla en su nombre, exige algo, pretende a algo. Y no hablo de los lugareños, no hablo de sus antiguos vecinos.
Hablo de aquellos que han llegado a esas ciudades hace poco, que han llegado durante la guerra. Hablo de aquellos, que realmente consideran que pueden hablar en nombre de alguien, que defienden en esas ciudades los intereses de alguien, que creen tener derecho a ello. En cambio, los refugiados no tienen derecho a nada, sus derechos quedaron en sus hogares antiguos, en la profundidad de los cajones, en los estantes y armarios abandonados. Incluso cuando intenten hablar, ¿quién va a escucharles?
Pero ellos deben hablar, deben aferrarse a su vida anterior, deben tener la esperanza de que todo regrese a ellos. Digamos que no será como antes, será distinto, pero por lo menos estas personas quieren creer en que algún día todos ellos volverán a sus ciudades, a sus casas, a su lugar en la vida. Porque lo cierto es que ninguno de ellos nació siendo un refugiado, ninguno tuvo la intención de convertirse en un desterrado. Una persona debe vivir en su hogar, en uno ajeno se sentirá sobrante, y se la tratará como a un extraño pase el tiempo que pase.
A mi nunca me habría gustado abandonar un lugar en el que estoy a gusto, por nada del mundo dejar las calles que quiero. Es obvio que hoy en día cada vez es más complicado escuchar el uno al otro, oír las voces de otros, las desgracias de otros, ya que las desgracias no hacen más que aumentar. Pero, así mismo, la necesidad de ayuda no disminuye. ¿Qué se puede hacer por alguien que ha perdido su hogar? Se puede ayudar. O al menos brindar apoyo. Decir, digamos, que todo va a ir bien, que nada está perdido, que todos ellos volverán a aquellos lugares en los que vivían bien, que es donde deben estar, donde se les espera. Más aún, cuando es así en realidad.
Artículo de opinión de Sergiy Dzadan, poeta, ganador del premio «Libro del año BBC», uno de los autores ucranianos más populares.