Testimonios vivos del accidente nuclear.
«Todo tembló, como un terremoto», cuenta casi 30 años después Vladímir Evdóchenko, un operario de la planta nuclear»
El joven operario Vladímir Evdóchenko estaba de turno en la central nuclear de Chornobyl en la madrugada del 26 de abril de 1986, cuando a la 1.23 horas sintió una terrible sacudida, «como un terremoto», según cuenta a EFE.
Aun no lo sabía, pero había explotado el reactor número 4 de Chornobyl, lo que había elevado la temperatura del núcleo a más de 2.000 grados centígrados, hecho saltar por los aires el techo de la central, de 1.200 toneladas de peso, y dejado escapar a la atmósfera radiación superior a 500 bombas como la de Hiroshima.
«Yo tenía 33 años. Como todos los días, un autobús me recogió en mi casa, en Chornobyl, a 18 kilómetros de la planta, y me llevó a mi puesto con mis dos compañeros, Alexander Agulov y Vladimir Palkin», señala mientras nos muestra una foto de los tres amarilleada por el paso del tiempo.
En Chornobyl se realizaba un experimento para comprobar la capacidad del turbogenerador de seguir abasteciendo el sistema de refrigeración en caso de un corte de energía exterior. «Era un programa que se había propuesto a todas las centrales nucleares de la URSS, pero solo la nuestra lo había aceptado, y hubo una cadena de fallos de seguridad», afirma.
Durante dos días se redujo al mínimo la potencia del reactor 4 de Chornobyl y luego había que esperar la orden de remontarla, pero «se fue acumulando yodo radiactivo bajo el reactor, y cuando llegó la orden todo se descontroló», señala.
«Todo tembló, como un terremoto. Abrí la puerta y miré hacia el reactor número 4, a unos 50 metros, y vi que allí no había luz y del techo caían gotas de agua, había vapor». Luego un ingeniero le dijo «hay un accidente» y le encargaron ir al reactor 4 de Chornobyl en busca de Valeri Jodemchuk, el único trabajador de la planta que murió esa noche y cuyo cuerpo jamás fue encontrado, pero el camino estaba inaccesible por escombros y restos de la explosión.
Un sencillo memorial levantado en el interior de la central, con una lápida y una placa, recuerda a ese trabajador, la primera víctima del accidente.
Vladímir recuerda que dos trabajadores de reparaciones, de apellidos Golovotiuk y Kornienko, «salieron al exterior a inspeccionar alrededor del reactor, donde había trozos de grafito y una altísima radiación».
«Uno de ellos ya no está con nosotros y el otro tampoco sé si sigue vivo», afirma.
La madrugada fue caótica en espera de instrucciones, les dijeron que tomaran pastillas de yodo para proteger el tiroides pero no las había.
«Así que saqué del botiquín de yodo para las heridas y puse varias gotas en un vaso de agua. Era un líquido horrible, pero nos lo bebimos, y quizás por eso durante 20 años no he tenido problemas con el tiroides, solo recientemente han empezado», afirma Vladímir.
Antes de irse a casa por la mañana les hicieron análisis de sangre unas enfermeras llegadas de Pripyat y todavía recuerda a los trabajadores haciendo cola, algunos aún sin ducharse, contaminados y vomitando por los efectos de la radiación.
Solo al alejarse en el autobús fue consciente de la destrucción del bloque número 4: «Me di cuenta de que nos iban a evacuar de toda la zona».
Vladímir llegó a su casa, se duchó y cambió en el jardín para no contaminar a sus hijos de 9 y 3 años, durmió unas horas y por la noche volvió al punto de recogida porque tenía otro turno en la central, pero el autobús nunca llegó.
«Advertí a los vecinos de que no sacaran a los niños a la calle, y el lunes 28 tomé el coche y llevé a la familia a Kyiv. Luego regresé a Chornobyl para volver al trabajo, pero no me dejaron, me dijeron que había recibido mucha radiación», recuerda.
El siguiente testimonio puede leer en el artículo original pinchando aquí.
Superviviente: “En la calle en la que vivía yo, todo el mundo tiene algún muerto”
Svitlana -o, como le gusta que la llamen, Svieta- habla despacio. Se defiende a la perfección en castellano, gracias a su labor al frente de la asociación Chernóbil Elkartea, que desde los años 90 trae a niños de la zona afectada por el accidente nuclear al País Vasco. Allí pasan temporadas “limpiándose de la radiación, comiendo alimentos seguros y, en definitiva, siendo felices”, cuenta. Es una de las supervivientes de la peor tragedia nuclear del s XX, de la que hoy se cumplen 30 años. Y a pesar de que luce una sonrisa perenne, las lágrimas no tardan en brotar de sus grandes y expresivos ojos azules al hablar de aquel fatídico 26 de abril.
“Yo tenía 12 años”, recuerda. “Fue un día normal, como otro cualquiera: por la noche escuchamos muchos coches en la carretera que pasaba al lado de nuestra casa, pero no le dimos demasiada importancia. Por la mañana fuimos al colegio, y mi familia a trabajar el campo. Hacía muy buen tiempo, como hoy”. Svieta y su familia, como todos los habitantes de su aldea, tardaron una larga semana en conocer lo que había sucedido en la central. Su pueblo estaba -y sigue estando- a 35 kilómetros de Chernóbil, lo que lo situaba al borde del área de evacuación que estableció el gobierno de la entonces Unión Soviética, la llamada Zona de alienación o Zona muerta, aún hoy vigente.
Aparentemente, nada cambió. “Las autoridades comenzaron a informarnos de lo sucedido el 1 de mayo. Nos dieron una serie de indicaciones sencillas: no beber leche, limpiar la fruta antes de comerla… y poco más. Cada cierto tiempo venían técnicos a hacernos revisiones para controlar el nivel de radiación de los habitantes de la aldea. Para los médicos era algo nuevo: nunca habían visto nada parecido”.
La caída de la Unión Soviética no contribuyó a mejorar la situación: “Éramos libres, pero la situación económica empeoró más y más, y la gente no podía comprar los medicamentos”. Ahora, con la guerra, la desatención no ha hecho sino agravarse: “Las pensiones son miserables y las ayudas a los que fueron liquidadores, muy escasas. En general, las condiciones de vida de la gente son muy precarias. Apenas hay dinero para vivir. Estamos solos. A ello se le añade el grave problema del alcoholismo en la zona y las nulas perspectivas de futuro para los niños”.
A pesar de que la cifra oficial de muertos en el accidente fue de 31, se calcula que la radiación de Chernóbil afectó de manera directa a cinco millones de personas que siguieron viviendo en áreas contaminadas. “Al primer mes, mi hermana presentaba unos niveles muy elevados de radiación. Lo normal es 50 milisieverts y ella tenía 240”, cuenta Svieta. “En el 92 nos trasladamos a los Cárpatos, donde vivimos dos años”. Pero las consecuencias de la catástrofe tardaron algo más en hacerse visibles. “En 2000, mi primo, que había trabajado como liquidador -los tabuladores que se encargaron de la limpieza de la central- murió de cáncer de sangre. En 2003, mi tío, de cáncer de garganta. En 2010, mi madre también contrajo la enfermedad: falleció en 2014. Y ese mismo año se lo diagnosticaron a mi hermano, que ahora está hospitalizado”. Svitlana hace un silencio prolongado, toma aire y reconoce: “Tenemos miedo de hacer la siguiente revisión. No puedo decir qué es la vida: vamos superando el día a día. Es muy duro”.
