Sombras de los ancestros olvidados en español – Parte final (7)

Él siguió, apretando firmemente sus hombros con los de ella, con un único pensamiento: continuar así, y no quedar detrás. De otra manera, en vez de ropa, en la espalda de Marichka hubiera visto … Ah, ¿cuál era el punto? Se rehusaba a pensar. *-> El bosque se tornaba más denso. El pútrido aroma de pantanos estancados llegó a ellos desde un matorral en donde los abetos yacían caídos y emergían setas venenosas. Las rocas eran frías al tacto bajo su cobertura de resbaloso musgo, y las desnudas raíces de los abetos entrelazaban las veredas, cubiertas por una capa de agujas secas. Ivan y Marichka continuaron andando, más y más profundo entre las frías e inatractivas espesuras de los bosques de las alturas.

Emergieron a un prado. Aquí, el cielo era más ligero. Los abetos parecían estar sosteniendo la negra noche. Súbitamente se detuvo Marichka, con un estremecimiento. Ladeando su cabeza hacia adelante, se quedó escuchando. Ivan notó la mueca de ansedad en su semblante y cómo frunció sus cejas. ¿Qué sucedía? Pero Marichka, impaciente, silenció esta pregunta colocando un dedo sobre sus labios, y luego desapareció.

Todo sucedió tan rápido e insólito, que Ivan no tuvo tiempo de darse cuenta. ¿Qué la había asustado? ¿A dónde había huído? Quedó inmóvil por un momento, esperando que Marichka volviera pronto, pero pasó un largo tiempo, por lo que llamó, callado, «¡Marichka! La suave cobertura de ramas de abeto absorbió el sonido, y de nuevo todo se tornó silencioso.

Ivan se puso ansioso. Quiso ir a buscar a Marichka, pero no sabía hacia dónde ir, pues no pudo notar en dónde se había desaparecido. Se pudo haber perdido en el bosque o tropezado hacia un acantilado. ¿Debía él encender una fogata? Ella vería la luz y sabría ubicarse para hallarlo de regreso. Juntó ramas secas y encendió fuego. Las llamas tronaban un poco, y produjeron humo. Cuando el humo remolineaba sobre el fuego, las sombras de los abetos reclinados comenzaron a bailar, poblando el prado.

Ivan se sentó en un tocón, y vio alrededor. El prado estaba lleno de troncos podridos esparcidos, y cubierto por una espinosa red de frambuesas silvestres. Las finas y secas ramas bajas de los abetos colgaban como una barba roja. La tristeza invadió de nuevo a Ivan. Estaba sólo de nuevo. Marichka no venía.

Encendiendo su pipa, quedó viendo el fuego, mientras el tiempo volaba. Marichka tenía que regresar, tarde o temprano. Incluso creyó escuchar pasos y pisadas sobre hojas secas. ¡Oh!. Finalmente regresó … Quiso levantarse e ir a su encuentro, pero antes que pudiese hacerlo, las ramas secas se partieron suavemente, y un hombre emergió del bosque.

Estaba desnudo. Un fino cabello oscuro cubría todo su cuerpo, circulando sus redondos ojos compasivos, entrelazándose con su barba y colgando hasta su pecho. Apretó sus peludos brazos en su gran estómago, y se aproximó al fuego. Ivan lo reconoció de inmediato. Era el feliz chuhaistyr, el espíritu benevolente de los bosques, que protege a las personas de las ninfas de madera. Era la muerte para ellas: si atrapaba una, la haría pedazos, miembro por miembro.

El chuhaistyr le sonrió afable, y le dijo con un tímido guiño. «¿A dónde fue ella?»

¿Quién?

La ninfa del bosque.

Se está refiriendo a Marichka, pensó Ivan con temor, y su corazón comenzó a latir fuertemente. O sea que por eso fue que desapareció ella. «No sé, no logré ver», respondió con indiferencia, invitando al chuhaistyr a sentarse.

El chuhaistyr se sentó sobre un tocón, se sacudió las hojas secas prendidas en su cabello, y extendió sus pies hacia el fuego. Ambos quedaron en silencio. El hombre del bosque se calentó con el fuego, sobando su redondo estómago. Ivan se preguntaba cómo detener más tiempo al chuhaistyr para que Marichka tuviese más tiempo para huir.

El propio chuhaistyr lo ayudó. Guiñando con timidez a Ivan, dijo, «¿Bailarías conmigo un poquito?»

¿Por qué no? E Ivan se levantó alegremente. Echando ramas secas al fuego, examinó sus zapatos, se arregló la camisa, y se alistó para bailar.

El chuhaistyr colocó sus manos peludas en las caderas, y comenzó a sacudirse, ¡Bien, comencemos!

Muy bien, si tenía que comenzar, comenzaría. Ivan puso un pie en posición, sacó una pierna, sacudió todo su cuerpo, y entró en una ligera danza hutsul. El chuhaistyr se balanceaba cómicamente hacia atrás y adelante. Arrugando los ojos, sonaba sus labios y sacudía el estómago mientras sus piernas peludas, como de oso, se flexionaban y enderezaban. La danza le advertía. Saltaba cada vez más alto y se agachaba más bajo, animándose con alegres gritos y resuellos que lo hacían sonar como un fuelle.

En torno a sus ojos aparecieron gotas de sudor, que corrían en riachuelillos desde su frente hasta su boca, y sus antebrazos y panza relucían como flancos de caballo.

¡Una vez Haiduk!, ¡Y otra vez! le gritó a Ivan, somatando los pies.

¡Otra más! llamó Ivan animado. ¡Otra a ciegas! ¡Jo-jo!¡Si vamos a bailar, bailemos de verdad!»

¡Asi mero! El chuhaistyr aplaudía con las manos, se agachaba y daba vueltas en remolino.

¡Ja ja ja! gritaba Ivan, palmeando sus muslos.

Las llamas subieron, por lo que proyectaban las móviles sombras de los danzarines sobre el lado iluminado del prado. El chuhaistyr ya se estaba cansando. Alzó su mano con las sucias uñas a su frente, para enjugar el sudor, y ahora sólo sacudía su peludo cuerpo, en vez de los brincos de antes. «¿Será que ya ha sido suficiente?», dijo resollando.

¡Oh no, un poquito más! Ivan también ya se caía de lo exhausto. Estaba caliente y mojado. Ya le dolían las piernas, y sus pulmones anhelaban un poco de aire. «Tocaré una melodía para bailar», animó al chuhaistyr, buscando su floiara dentro del morral. ¿Has escuchado algo como ésto, amigo mío?

Tocó la melodía que había escuchado aquella vez en el bosque, por el «que se desvanece». «¡Mis cabras regresaron, mis cabras regresaron!» Animado con esa canción, el chuhaistyr se puso a mover los talones de nuevo, con los ojos cerrados por la satisfacción, con su agotamiento aparentemente olvidado. Ahora Marichka estaría a salvo. Huye, Marichka, no temas, amor. Tu enemigo está bailando», cantaba la floiara.

El cabello del chuhaistyr estaba tan brillante como si acabara de salir del agua. Fluía la saliva en un arroyo desde su boca, abierta en la felicidad de la danza, y su cuerpo entero brillaba a la luz del fuego mientras Ivan lo animaba con su alegre tonada, golpeando las rocas en el prado con los pies, de los que ya habían volado los zapatos.

Finalmente, quedó demasiado agotado el chuhaistyr. ¡Suficiente, ya no puedo más!» Cayó sobre el césped, respirando con dificultad, con los ojos cerrados. Ivan colapsó junto al chuhaistyr. Y de esa manera, respiraban juntos.

Por último, el chuhaistyr quedó riendo traviesamente. ¡Oh, que buen momento he pasado!» Sobando su redondo estómago, suspiró, aspiró lentamente para suavizar el aire en su pecho, y comenzó a despedirse.

Muchas gracias por la danza.

Que te vaya bien.

Adiós. Partiendo las ramas secas de un abeto, el chuhaistyr se adentró en el bosque.

El prado volvió a quedar envuelto en silencio y penumbra. El fuego, ya agonizante, solamente guiñaba un ojo. ¿En dónde estaría Marichka? Ivan aún tenía mucho que contarle. Sentía una tremenda necesidad de narrarle toda su vida, su anhelo por ella, sus días tristes, su soledad entre gente hostil, su infeliz matrimonio. ¿Pero, en dónde estaba? ¿A dónde se habría ido? ¿Será que a la izquierda? Le parecía que la había visto irse a la izquierda.

Ivan se movió entonces a la izquierda. Los abetos se habían cerrado tanto que era muy difícil pasar entre sus duros troncos. Las ramas bajas y secas golpeaban la cara de Ivan, pero continuó. Rugiendo dentro de la espesura, continuamente tropezaba y corría hacia tres troncos. Otras veces pensaba haber escuchado a alguien llamándolo. Se detenía, sostenía el aliento y escuchaba. Pero el bosque estaba tan silencioso, que el topar las ramas secas que sobaban sus hombros, sonaba como si cayera madera. Ivan continuó andando, extendiendo sus manos como un no-vidente, temeroso de tropezar en obstáculos.

Repentinamente, un apenas audible aliento, llegó a sus oídos. ¡Ivan! La voz venía de detrás de una espesura, como emergiendo de un mar de agujas de abeto. Significaba que Marichka no estaba aquí. Tuvo que dar la vuelta. Se apuró, chocando sus rodillas contra los árboles, cayendo sobre ramas y medio cerrando los ojos para no ser pinchado por las agujas. La noche estaba sosteniendo sus piernas, no lo dejaba ir, y tuvo que arrastrarla. Había estado vagando por bastante tiempo y seguía sin encontrar el prado. Ahora se desmoronaba el suelo bajo sus pies. Las rocas le bloqueaban el camino. Rodeándolas, se resbaló en el musgo, cayó sobre duras raíces, y se agarró de un manojo de pasto para evitar caer al abismo. De éste, le llegó un casi imperceptible grito, de nuevo. «¡Iva-an!»

Quiso responder el llamado de Marichka, pero temía que el chuhaistyr escuchara. Ahora ya sabía en dónde buscarla. Tenía que ir a la derecha y bajar. Pero la pendiente aquí era incluso más fuerte, y él no supo cómo ella había sido capaz de bajar hasta allí. Los guijarros que saltaban de debajo de sus pies caían con un gruñido amortiguado al negro abismo. Pero Ivan era ágil y sabía moverse en las montañas, y fue capaz de maniobrar al borde del abismo, cuidadosamente, buscando apoyo para sus pies. La cuesta se tornaba cada vez más difícil. En una ocasión casi cae, pero pudo agarrarse con las uñas de una roca y colgar de los brazos. No sabía qué había debajo de él, pero sentía el frío y malévolo aliento del abismo que había abierto sus insaciables fauces hacia él.

¡Iva-an! Lamentaba Marichka desde abajo, con una voz que fundía amor y sufrimiento.

¡Ya voy, Marichka! Ivan se esforzó en gritar. Había olvidado la precaución. Saltando de roca en roca como una cabra montés, con su boca apenas capaz de tomar un bocado de aire, continuó golpeando sus brazos y piernas, cayendo en rocas filosas, perdió el suelo bajo sus pies y, a través de la gruesa niebla de pasión por la cual iba a toda velocidad hacia el valle, escuchó la amada voz que le pedía: «¡Iva-an!»

¡Aquí estoy! Gritó Ivan, y repentinamente, sintió que el abismo lo halaba hacia abajo. Tomándolo por el cuello, lo dobló hacia atrás. Agitó hacia todos lados sus brazos, intentando agarrarse de alguna roca, igual con sus piernas, y sintió que volaba de cabeza, con su cuerpo lleno de un helado y extraño vacío. La pesada y negra montaña desplegó sus alas y voló como un ave. Una aguda curiosidad mental quemó su cerebro: ¿sobre qué golpearía su cabeza? Escuchó un óseo golpe y sintió un insoportable y agudo dolor que invadió su cuerpo: luego, todo se derritió en el rojo fuego que consumió su vida.

Al día siguiente, unos pastores hallaron al moribundo Ivan.

La trembita anunció la muerte en las montañas. Pues la muerte aquí tiene su propia voz, que le habla a los picos solitarios. Cascos de caballos comenzaron a recorrer las pedregosas veredas, y los mocasines de cuero susurraban bajo el brillo de la noche mientras los hutsules corrían desde sus casas en la montaña, para ir a ver la muerte. Cayendo de rodillas frente al cuerpo, apilaban monedas sobre el cuerpo del difunto para que pudiera pagar por el transporte de su alma, y luego se sentaban silenciosamente en bancas. Cabellos grises mezclados con el carmin de los pañuelos de seda, y un rosado saludable con el amarillo de los rostros cerosos y arrugados. Una mortal luz tejió una red de sombras con el muerto y los rostros vivos. Los mentones de las esposas de granjeros ricos se estremecían; ancianos ojos brillaban en respeto a la muerte; una serena calma unía la vida y la muerte, y rústicas y trabajadoras manos descansaban pesadas sobre rodillas.

Palahna ajustó la mortaja. Sus dedos sintieron la frialdad del cadáver, y el cálido y dulce aroma de la cera chorreando de las velas, elevaba pena de su pecho a su garganta. Las trembitas lloraban afuera de la ventana.

El rostro amarillento de Ivan descansaba sobre el lino, habiendo cerrado algo dentro de sí, algo que sólo él conocía, y el ojo derecho astutamente observaba por debajo del párpado ligeramente abierto las monedas de latón apiladas sobre su pecho y la vela que ardía junto a sus manos plegadas. Su alma descansaba a la cabecera junto al cuerpo: no se atrevía a salir aún de la casa.

¿Por qué no me hablas? Llamaba Palahna a la solitaria alma de su esposo. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no vendas los cayos de mis dedos? ¿Por cuál camino te diriges, esposo mío? ¿En dónde debo buscarte?»

Guarda bien ella el luto, las ancianas se inclinaban, y otras respondían con señas que se fundían en el barullo.

Pastoreamos juntos en los altiplanos. Una vez, cuidábamos las ovejas, cuando rompió una ventisca, como si fuese invierno. La tormenta de nieve era tan fiera que no podíamos ver nada, y él, el difunto…» contaba un granjero a sus vecinos. Sus labios se movían en sus propios pensamientos, pues era para reconfortar la triste alma que había partido de su cuerpo.

Te has ido y me has dejado sola. ¿Con quién cuidaré ahora la granja? ¿Con quién voy a atender ahora el ganado?» preguntaba Palahna al alma de su esposo.

Nuevos huéspedes entraban constantemente a la cabaña por la puerta abierta desde la oscura noche. Las rodillas se doblaban frente al cuerpo; monedas de latón tintineaban sobre su pecho, y la gente se corría en las bancas para hacer lugar a las que recién llegaban. Las gruesas velas ardían calmas, su cera cayendo como lágrimas. Una pálida llama lamía el aire fétido, y el vapor azul, mezclado con el aroma nauseabundo de la cera y el sudor, colgaba sobre el barullo.

La cabaña ya estaba demasiado concurrida. Rostros presionando junto a rostros. Cálidos alientos mezclados juntos, y frentes sudorosas reflejaban la luz mortal que las blusas ornamentadas con hilo metálico reflejaban, asi como morrales y cintos de cuero. Y llegaban más y más huéspedes, amontonándose bajo el dintel. El cuerpo rogaba moverse. Una apenas visible sombra de puntos blancos, parecidos al líquen, se arrastraba sobre él.

¡Mi dulce esposo, me has abandonado al dolor!» Lamentaba Palahna. «Nadie queda para ir al pueblo, o traer cosas…»

Afuera de la ventana, la trembita continuaba repitiendo sus lamentos, aumentando el duelo de Palahna. ¿No había tenido ya la pobre alma suficiente dolor? Este pensamiento debía haber sido disimulado bajo el opresivo peso del dolor, porque comenzaba movimiento bajo el dintel. Los pies taconeaban vacilantes; los codos empujaban; una banca se sacudía ocasionalmente, y surgieron voces de dentro del ruido de la multitud. Repentinamente, una aguda risotada, de voz femenina, cortó el pesado velo de la tristeza, y el encerrado barullo explotó como una llama de debajo de una tapa de humo negro.

¡Hey, tu, nariz respingada! ¡Cómprame un conejo!» bramó un joven en grave voz.

¡Ja ja, nariz respingada!» Una ola de risas se desenrolló. Comenzó el regocijo. Los que estaban sentados junto a la puerta se voltearon dando la espalda al cuerpo, prestos para unirse al juego. Explotaron muecas felices en los rostros que hacía un momento habían estado anudadas en dolor, y el conejo avanzó y avanzó, extendiéndose en círculos más amplios, hasta llegar al cadáver. «¡Ja ja, jorobado!, ¡Ja ja, cojo!».

La luz parpadeaba y se ahumaba con las risas. Huésped tras otro se levantaban de las bancas y se movían hacia las esquinas de la jata, en donde los alborotadores se reunían en grupitos apretados. Los puntos en el rostro del cadáver se dispersaban como si sus pensamientos ocultos estuvieran aún en movimiento, cambiando su expresión. Un amargo pensamiento pareció haber sido atrapado en la comisura del labio: ¿Qué es la vida? Un destello en el cielo, una flor de cerezo.

La gente ya se besaba junto a la puerta exterior.

¿A quién estás conquistando?

A la Annychka, la del cabello negro.

Annychka fingía resistirse, pero docenas de manos la sacaban a empujones de la apretada multitud, y calientes labios la animaban, ¡Ve, muchacha, anda! Annychka abrazaba al chico que la pretendía, y lo besaba en la boca con entusiasmo, mientras el gentío daba alaridos de felicidad.

El cuerpo había sido olvidado. Solamente tres ancianas quedaban junto a él, con sus vítreos y adoloridos ojos que se posaban en una mosca que revoloteaba sobre el rostro inmóvil y amarillento.

Las mujeres casadas se arrojaban al juego. Con miradas en las que la moribunda luz no se había extinguido aún y la imagen de la muerte aún estaba fresca, iban ansiosas a besar, en olvido de sus maridos, que estaban abrazando y apretujando a las mujeres de otros. Los besos resonaban por toda la casa, mezclados con el lamento de la trembita, que seguía anunciando a las distantes montañas que la muerte había venido a este pico solitario. Palahna ya había dejado de lamentarse. Ya estaba anocheciendo y debía entretener a sus visitas.

Las bromas crecían. La habitación se tornaba sofocante. La gente sudaba dentro de sus chalecos, respirando el olor del sudor, los nauseabundos humos de la cera caliente y la fetidez del cuerpo en descomposición. Todos hablaban en voz alta como olvidando por qué estaban allí, narrando sus aventuras entre carcajadas. Agitando sus brazos, se daban palmadas entre si mientras guiñaban un ojo a las mujeres.

Aquéllos que no cabían en la jata, encendieron una fogata en el jardín y jugaban alegremente. La luz en el vestíbulo se extinguió finalmente. Las chicas chillaban con fuerza, y los muchachos se ahogaban en sus carcajadas. Los festejos hacían temblar las paredes de la casa y vibrar el féretro. Las amarillas llamas de las velas parpadeaban en el denso aire.

Inclusive los ancianos se unieron a los juegos. Las risotadas descuidadas sacudían sus canos cabellos, explayando las arrugas y revelando los tocones podridos de sus dientes. Los viejos extendían sus brazos inestables y ayudaban a los jóvenes a atrapar a las chicas. Los collares de monedas tintineaban en el pecho de las muchachas. Los chillidos femeninos resonaban en los oídos. Las bancas saltaban y chocaban contra el ataúd. Los retumbos de risas rodaban desde las esquinas con íconos, al umbral, y las hileras enteras de personas se doblaban de la risa, sosteniendo sus estómagos.

Un «molinero» hizo estruendo con un rugido de madera en el medio del bullicioso gentío. «¿Qué tenéis para moler en mi molino?» gritaba el molinero constantemente.

Tenemos maíz, gritaban las muchachas, mientras se apretujaban unas a otras hacia él.

Judíos que habían hecho «barbas» al colocar varias tiras de lino hiladas unas con otras, y una toalla húmeda enrollada que golpeaba las espaldas de la gente con un chasquido. Las personas huían de ella, gritando y rugiendo entre carcajadas, chocando unos con otros, levantando el polvo y viciando el aire. El piso de la casa temblaba bajo el peso de los jóvenes pies, y el cuerpo del muerto saltaba arriba y abajo dentro del féretro, con la misteriosa sonrisa de la muerte dibujada aún en su amarillento rostro. Las monedas de latón amontonadas por buenas personas en el pecho del cadáver, por el bien y paz de su alma, tintineaban.

Afuera de la ventana, se lamentaban las trembitas.

Cherníhiv, octubre de 1911

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Publicado por Ucrania Fantástica

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