Descubriendo Ucrania: un viaje hacia mi mismo

 

¡Hola amantes y amigos de Ucrania! Quiero empezar a contaros algunas de las cosas maravillosas que me ocurrieron en un país tan fascinante en el que viví entre octubre del 2006 y diciembre del 2007. Cosas alejadas de la geopolítica, del conflicto, del odio. Cosas de la vida cotidiana, de la alegría de juventud, de mis amoríos y de mis fracasos. Ucrania fue el país en el que dejé de ser niño y empecé, con dificultad pero con entusiasmo, a ser hombre. Ahí voy.

Cuando salí del avión en Kyiv, no era la primera vez que había estado en Ucrania. Llegué a la capital en octubre del 2006, pero en julio había hecho un salvaje y muy divertido viaje a Bucarest, Chisinau y Odesa. Al ir tenía unos amigos y al volver tenía otros.

Chisinau fue mi primera impresión de la Antigua Unión Soviética: gris, gris era la estación. Luego vino el verde de los parques y los árboles urbanos, y me di cuenta que después de todo, Chisinau es una ciudad amable.

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Estuve alojado en un apartamento de la tía de mi ex-amigo Gheorghe (un chico moldavo que había conocido en una discoteca de Madrid, cuando yo salía solo de noche porque no tenía amigos) de una antigua komunalka, un lugar con una cocina común, realmente caótico, con un ascensor sin luz y con olor a orín. Y a pesar de todo, sentía que estaba donde debía estar. Había pasado, ¡obsesionado!, años deseando aprender ruso. En Chisinau lo podía usar y era un placer inmenso, pero mucho me temo que el rumano estaba por todas partes y era una barrera insalvable para mí. Pasé unos cuantos días en Chisinau, viviendo la dulce vida con un vejete francés, al que había conocido en Bucarest en la embajada de Moldavia, que era un auténtico hedonista y que me llevó a visitar las bodegas de Mileți Micii en un coche alquilado. El vejete alegre quería ir a Odesa, y yo me dije, ¡por qué no!

Nos montamos en uno de esos autobuses indescriptibles, que supongo que ya habrán sido sustituidos, pero que quedarán indelebles en el recuerdo. Mi ruso era macarrónico, pero me sirvió para negociar con los bandidos del Transdniester, que bajo gorras militares más grandes que su cabeza, guardaban la “frontera”. El robo fue de 10 euros al entrar y 20 al salir. En el camino me iba diciendo, ¡qué simpática es esta gente (la del autobús)! Charlaba con otros viajeros y todos celebraban que un extranjero se esforzase por aprender una lengua en la que comunicarse con ellos.

Vivir Odesa tres días una experiencia radiante e imborrable en mi memoria, las calles, los cafés, los artistas callejeros, los monitos, los loros y los lagartos con los que podía uno fotografiarse, las escaleras del Potemkin, el puerto, ¡oh Bozhe! Pero lo que sorbió por completo mi seso, fueron las discotecas de Arkadia Beach. Jamás había disfrutado tanto de la música dance, rodeado de mujeres esbeltas y preciosas que se movían como jamás lo había visto a ninguna en una discoteca española. Fui a la discoteca con un compañero del hostel, un americano miedoso y acomplejado. Yo me puse a bailar y perdí la noción del tiempo. Cuando volví a la mesa, él me dijo: “you’ve been gone for two hours!”, así volaba el tiempo en Ucrania.

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Cuando salimos de la discoteca, nos topamos con una cara menos amable del país: nos asaltaron dos policías corruptos. Nos pidieron los pasaportes y mi americano solo llevaba el carné de conducir (cómico, ¿no?) así que amenazaron con llevarle a comisaría. Yo intervine, y recordando a los guardias del Transdniester dije: “¿y no podríamos pagar una multa?”. Los policías se sonrieron y se alegraron de que hubiera entendido. Entonces yo, en mi insensatez de juventud, salté y dije: “¿cómo no os da vergüeza? ¡Estamos en este país porque nos gusta y vosotros queréis engañarnos!” Los policías, que no debían de ser mala gente después de todo, empezaron a quejarse: “¿sabes cual es nuestro salario aquí? ¡No llega a cincuenta euros!”, pero yo arguí que eso no era culpa mia. Y ellos, en un acto de dignidad y de compasión que siempre agradeceré, se marcharon.

Además, en el hostel conocí a la que debía ser mi primera amiga de Kyiv, una italiana llamada Francesca. Era realmente guapa, tenía el pelo oscuro y unos ojos marrones grandes y brillantes. Ella estaba con dos amigos y no me hacía mucho caso, pero me dio una tarjeta y me dijo: “cuando vayas a Kyiv, escríbeme” y me di cuenta de que lo decía en serio. Era una mujer brillante y decidida, que hablaba un ruso excelente y que trabajaba para una firma de alta moda. Yo no lo sabía, pero pertenecía a la élite kyivska por el mero hecho de ser una italiana con trabajo en Kyiv.

Pronto os contaré más cosas de mi llegada a Kyiv y de las cosas que descubrí.

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