A Marichka le gustaba escuchar a Ivan tocando su flauta. Perdido en sus pensamientos, el joven fijaba su mirada en algún sitio detrás de las montañas, como viendo algo que los demás no pueden ver, colocaba su flauta tallada en sus labios llenos, y una extraña tonada que nadie antes había escuchado regaba las praderas sombreadas por los abetos. La helada pellizcaba a Ivan y a Marichka, y los primeros sonidos de silbido enviaban calosfríos a sus espinas dorsales. Las montañas vestidas de invierno parecían estar muertas. Pero entonces el sol salía de detrás de las montañas y ponía su cabeza en el suelo. El invierno se había sobrepuesto; las aguas despertaban, y la tierra ya sonaba con la canción de los arroyos. La luz del sol ya se dispersaba como el polen de las flores; las ninfas de bosque se deslizaban por los prados, y el primer césped verde ya emergía bajo sus pies. Los abetos respiraban verdor; el pasto emitía una verde sonrisa, y el mundo completo consistía de solamente dos colores: todo verde en la tierra y todo azul en el cielo. Y rio abajo, por el Cheremosh, corría la ruidosa, incansable sangre verde de las montañas.
Turu-rai-ra… sonaba el eco de la trembita. Turu-rai-ra…. Los corazones de los pastores se aceleraban, y las ovejas balaban mientras sorbían aire del pasto fresco. La juncia crujía en los frios pastizales del altiplano y, desde su guarida en un matorral, salía el oso sobre sus patas traseras, desperezándose y ya buscando comida, con los ojos entreabiertos. Cayeron las lluvias primaverales; los picos montañosos rugieron en truenos, y un espíritu maligno helado sopló desde las Chornohora. Entonces súbitamente, el sol, el lado derecho del rostro de Dios, apareció y destelló en las guadañas que segaban ya el heno. De pico en pico, de arroyo en arroyo, revoloteaba una kolomyika, tan liviana que podía ser escuchado el movimiento de sus alas.
Una blanca oveja bajó corriendo
de los rebaños en las alturas.
Te amo, mi encanto,
Y tus bellas palabras…
Sonaban suavemente las ramas de los abetos; los bosques susurraban sus frios sueños de noches de verano; los cencerros tañían en lamento, y las montañas enviaban sus penas incesantemente a los riachuelos. Un árbol derribado cayó en el valle con un crujido y un grito; las montañas suspiraron en respuesta y, de nuevo, lamentó la trembita. Esta vez por muerte, Una vida de incesante trabajo había finalizado. Un cuco cantó sobre la cresta de una montaña: ahora ya alguien entraba al descanso eterno…
Marichka respondía a la flauta como una tórtola a su macho con sus cantos. Y sabía un gran número de ellas. No podía decir de dónde venían. Aparentaba ser que la habían mecido en la cuna o habían salpicado agua con ella. Habían nacido en su pecho, como las flores silvestres nacen en un prado o los abetos crecen en las pendientes montañosas. No importa sobre dónde descansaba su mirada, no importa lo que sucediera – una oveja extraviada, un chico enamorado, una muchacha infiel, una vaca enferma – todo vertido en una canción, tan ligera y simple como las montañas en su prístina vida.
Marichka podía componer también sus propias canciones. Sentada en el suelo junto a Ivan, se abrazaba las rodillas y se mecía tranquilamanete al son de la canción. Sus redondas y bronceadas curvas eran visibles desde el dobladillo de su blusa hasta sus medias rojas, y sus labios llenos se curvaron dulcemente cuando comenzó:
Un pequeño y gris cuco canta ahora para mi,
suena para la aldea una brillante y nueva canción.
La canción de Marichka relataba un bien conocido pero, en todo caso, fresco evento: Paraska había encantado a Andrii, quien moría por su hechizo, y estaba advirtiendo a otros hombres no enamorarse de mujeres casadas. O su canción hablaba de la madre apenada cuyo hijo había sido aplastado a muerte por un árbol en el bosque. Las canciones eran tan tristes, simples y fervorosas, que hacían brincar el corazón. Marichka solía finalizar sus canciones con una copla:
El cuco trinaba para mi cerca del arroyo
¿Quién compuso esta cancioncilla? La Maricha de Ivanko.
Ella había sido de Ivan desde los trece años de edad. ¿Qué tiene eso de raro? Pastoreando las ovejas, ella siempre había visto al macho cabrío saltando a una cabra o a un carnero apareándose con una oveja. Todo es tan simple y natural, por lo que nada ha cambiado desde tiempos inmemoriales, y no nublaría su corazón ningún pensamiento impuro. Si, las cabras y ovejas llegan a ponerse grandes desde muy jóvenes, pero la gente debe ser ayudada por una hechicera. Marichka no tenía miedo. Alrededor de su cintura, junto a su piel, llevaba una cabeza de ajo sobre la cual una hechicera había susurrado, y ahora nada la dañaría. Sólo con pensar en ésto, Marichka sonreía arteramente y abrazaba a Ivan por el cuello.
¡Mi amado Ivanko! ¿Estaremos siempre juntos?
Dios asi lo permita, mi amor.
¡Oh no! Nuestros padres albergan en sus corazones un gran odio los unos por los otros. Nunca nos podremos casar.»
Los ojos de Ivan se nublaban con esa reflexión, y hundía su hacha en el suelo «No necesito su aprobación. Ellos que hagan lo que quieran, pero tú serás mía.»
¡Oh! ¿Qué estás diciendo?»
Exactamente lo que dije, mi amor.» Y, como provocando la ira de sus padres, balanceaba a la chica con tanta violencia, cuando bailaban, que sus mocasinas podían salir volando.
Pero los eventos no tomaron el rumbo que Ivan esperaba. Su granja se caía a pedazos. No había trabajo para todos, e Ivan tuvo que emplearse fuera. La preocupación lo estaba demacrando.
Debo ir a las tierras altas, Marichka, le anunció con tristeza.
Bien, ve, Ivanko, respondió ella con resignación. «Tal es nuestro destino.»
Marichka tejió una corona de canciones dedicadas a esta partida. Lamentaba mucho que sus reuniones en el tranquilo bosque cesaran por mucho tiempo. Abrazando a Ivan por el cuello y presionando la rubia cabeza junto a su rostro, le cantó ésto al oído:
Piensa en mi, cariño,
Dos veces al día,
Y pensaré en tí,
Siete veces por hora.
¿Pensarás en mi?
Lo haré, Marichka.
Todo estará bien, ella lo tranquilizó. Serás pastor, mi pobre amado, y yo segaré heno. Treparé a un montículo de heno y miraré hacia las altas sierras, y tu tocarás la trembita para mi. Tal vez la escucharé. Cuando la niebla se asiente en las montañas, me sentaré a llorar, al no poder ver en dónde mi amado está. Pero cuando las estrellas salgan en una noche despejada, buscaré cuál de ellas esté brillando sobre los altos pastos. Esa será la que mi Ivanko ve. Sólo así dejaré de cantar.
¿Por qué? No detengas tu canto, Marichka, no entristezcas. Pronto regresaré.
Pero ella sólo sacudió su cabeza tristemente, en respuesta, y cantó:
Mis dulces cancioncillas,
¿Qué haré con vosotras?
Probablemente os desparramaré
Por montañas y valles.
Luego suspiró, y añadió, aún más triste:
Oh, volaréis sobre las montañas
Mis dulces cancioncillas
Y mi rostro lavaré,
Con las lágrimas mías.
Si amable es el destino,
Os reuniré,
Pero si malvado es mi sino,
Os abandonaré.
Ivan escuchaba la liviana y femenina voz, y pensaba que Marichka había sembrado desde hacía tiempo las montañas con sus canciones, pues los bosques y praderas, los picos y pasturas, los arroyos y el sol, todos las cantaban. Pero llegaría el día en el que retornaría a ella, y ella entonces juntaría todas sus canciones para su boda.
Ivan se preparó para ir a pastorear en las tierras altas durante una cálida mañana de primavera. El bosque aún albergaba una pequeña helada; las aguas montañosas rugían en los rápidos, y la vereda hacia las tierras altas ascendía jovialmente pasando los cercos de zarza. A pesar de que encontró difícil dejar a Marichka, la luz del sol y los susurrantes espacios verdes que se extendían hasta el horizonte, le infundieron valor. Él saltó ligero de roca en roca, como un riachuelo de montaña, saludando a quienes pasaban de largo, sólo por el placer de escuchar su propia voz.
¡Alabado sea Jesús!
¡Alabado sea eternamente!
Las casas rurales de los Hutsul pintadas de rojo cereza, con el humo de abeto y montículos puntiagudos de heno aparecían aquí y allá sobre las distantes colinas, y en el valle debajo, el espumoso Cheremosh sacudía enojado sus grises bucles y brillaba con una maligna luz verde. Vadeando arroyo tras arroyo y pasando los lóbregos bosques, en donde ocasionalmente una vaca sonaba su campana o una ardilla sobre algún abeto botaba los restos de un fruto, ascendía Iván cada vez más alto. El sol comenzaba a quemar, y la pedregosa vereda mortificaba sus pies. Ahora las cabañas eran ya menos frecuentes. El Cheremosh se extendía en el valle debajo como una tela plateada, y aquí y ano era audible su rugir. Los bosques dieron paso a las praderas de montaña, llenas y suaves. Ivan las vadeó como si fuesen lagos de flores, a veces deteniéndose para decorar su sombrero con un puñado de musgo o una guirnalda de pálidas manzanillas. Las pendientes se tornaron en profundos abismos negros, en donde los fríos riachelos ondeaban y el único morador era el oso pardo, el remido enemigo del ganado, conocido como «Tio». Menos frecuentemente aparecía agua. ¡Pero cómo se lanzó Ivan en ella cuando encontró un arroyo, un frío cristal que bañaba las amarillas raíces de abetos y había traído hasta aqui los ecos del bosque! Junto a estos riachuelos, un alma amable siempre dejaba una taza de leche hervida.
El sendero continuaba subiendo entre espesuras en donde abetos caídos, con o sin agujas, obstaculizaban el paso en pilas, como esqueletos. Estas tumbas forestales eran tristes y desoladas, olvidadas por Dios y por el hombre, y solamente gallos de brezal silbaban, y serpientes reptaban por aquí. Aquí reinaba el penoso y severo silencio de la naturaleza. Las montañas se elevaban más allá, en la azul distancia. Un águila subía desde un punto rocoso, profiriendo una bendición con el amplio batir de sus alas. Se podía sentir el frio aliento de las pasturas de las tierras altas, y el cielo se expandía. Los bosques habían dado paso a una negra alfombra de crepitantes pinos de montaña y abetos que capturaban los pies de Ivan, y el musgo cubría las rocas como un verde terciopelo.
Las montañas lejanas revelaron sus picos, inclinando sus espaldas, alzadas como olas en un mar azul. Parecía como si enormes olas hubiesen sido congeladas en el momento en el que una tormenta se había alzado desde las profundidades para chocar con la tierra. Los picos de Bukovina podían ser vistos sosteniendo el cielo con sus azules formas; Synytsia, Dzembronia, y Bila Kobyla estaban envueltas en azur; Ihrets estaba humeando; el afilado pico de la Hoverla taladraba el cielo, y la Chornohora aplastaba la tierra con su enorme peso.
¡Los pastizales de las tierras altas! Ivan estaba finalmente en las praderas altas, cubiertas de grama. Un mar de tormentosas montañas lo rodeaba, en un amplio círculo, y los interminables terraplenes parecían estar avanzando hacia él, listos para caer a sus pies. Un viento tan punzante como una afilada hacha le golpeaba el pecho. Su aliento fluía como uno con la respiración de las montañas, y el orgullo lo abrumó. Quería gritar a todo pulmón, de manera que el eco se desenrollara hasta el horizonte, y sacudiera este mar de cumbres, pero tuvo la sensación repentina que, en estos amplios espacios, su voz no sería más insignificante que el zumbido de un mosquito. Tuvo que apresurarse.
En el pequeño valle tras una colina, en donde el viento era menos punzante, halló la hollinosa choza de un pastor. El agujero para el humo en la pared estaba frío. Los corrales para las ovejas estaban vacíos y los pastores iban y venían, afanosos en prepararse un sitio para dormir. El pastor jefe se encontraba demasiado ocupado encendiendo una fogata. Habiendo metido un pequeño madero en el quicio de la puerta, él y un ayudante halaban y empujaban un cinto de cuero, haciendo que el madero diera vueltas y chirriara.
¡Gloria a Jesús! los saludó Ivan.
Los hombres no respondieron. El madero continuó zumbando y, los hombres, concentrados en su tarea, siguieron halando y empujando el cincho. El madero comenzó a humear y pronto emergió una pequeña llama. El pastor jefe sopló con devoción el fuego, para hacerlo crecer en una fogata junto a la puerta.
¡Glorificado sea eternamente! Se volteó hacia Ivan. «Ahora tenemos una buena fogata y, mientras arda, ni bestia salvaje ni espíritu maligno tocará ni nuestro ganado ni a nosotros, pueblo cristiano. Luego guió a Ivan dentro de la choza, en donde fueron saludados por el mohoso aroma de ollas y sartenes vacíos, y bancas desnudas.
Mañana se nos traerá el ganado. Si sólo el Señor nos ayuda a devolverlo todo a los amos,» remarcó el pastor jefe y luego procedió a asignar las tareas a Ivan. Había algo calmo e incluso majestuoso en las palabras y gestos de este maestro de las tierras altas. ¡Mykola! llamó fuera de la puerta. ¡Ve a encender fuego en la choza, ahora!
Mykola, un tipo delgado, de cabeza rizada con un rostro categóricamente femenino, llevó fuego dentro de la choza.
¿Y quién puedes ser tú, mi amigo? Preguntó Ivan con curiosidad. ¿Un pastor?
No, soy el guardián del fuego, respondió Mykola, mostrando sus dientes. Mi trabajo es alimentar el fuego y mantenerlo ardiendo todo el verano, pues habrá problemas si se marcha. Inclusive miró a su alrededor, con horror. Y también ir al arroyo por agua y al bosque por leña.
Afuera, el fuego crecía. Con los dignificantes movimientos de un anciano sacerdote, el pastor jefe continuaba agregando leña seca y ramas verdes al fuego. El humo azul subía ligero y luego, soplado por el viento, tomaba posesión de las montañas, cortaba la negra franja de bosque, y se enrollaba sobre los picos distantes. Los pastizales de las tierras altas comenzaban su vida con esta fogata, que los protegería de todo mal. Como consciente de ello, el fuego respiraba orgulloso como una serpiente, escupiendo cada vez más, nuevas nubes de humo.
Cuatro fuertes perros ovejeros descansaban sobre el césped, contemplando confiadamente las montañas, prestos en cualquier momento para saltar, mostrar sus colmillos y erizar el pelo. El día ya finalizaba. Las montañas intercambiaban sus azules vestidos de casulla en rosa, mezclado con dorado. Mykola avisó que la comida estaba lista. Los pastores se reunieron en la choza y tranquilamente tomaron asiento junto a la fogata, para comer su primer tazón de kasha en los pastizales de las tierras altas.
¡Que alegre era en las tierras altas dorante la primavera, cuando llegaron las ovejas desde cada aldea! El alto jefe pastor circuló el aprisco, fuego en mano, su rostro tan serio como el de un sacerdote pagano, su paso largo y firme, y el humo de las relucientes brasas brillando tras él, como un dragón alado.
A la puerta del corral, a través de la cual tenían que pasar las ovejas, el pastor jefe botó la brasa y escuchó. Oyó los sonidos de los altiplanos, con más que sus oídos. Sintió, con su corazón, cómo desde profundos valles, en donde ríos hierven y devoran sus orillas, desde tranquilas granjas y praderas, una ola de ganado emergía cuesta arriba como respuesta al llamado de la primavera, y la tierra debajo de los pies suspiraba con alegría. Escuchó la distante respiración de los rebaños, los mugidos de las vacas, y los apenas audibles sonidos de canciones.
Y cuando las personas aparecieron finalmente, alzando sus largas trembitas, doradas por el sol, para saludar a los pastizales de las tierras altas, cuando las ovejas balando llenaron los corrales en una ruidosa corriente, el pastor en jefe cayó sobre sus rodillas y elevó sus brazos al cielo. Detrás de él los pastores y las personas que habían traído su ganado también se arrodillaron en oración. Estaban implorando al misericordioso Señor el otorgar a sus ovejas corazones tan calientes como las brasas por las que estaban pasando y el proteger el ganado cristiano de todo mal, bestias y accidentes. Ya que Dios había ayudado a juntar todo el ganado, los devotos tenían fé en que Él también daría Su Gracia para que los animales regresaran sanos y salvos con sus propiearios. El cielo escuchaba amablemente las sencillas oraciones; las Béskides fruncieron benignamente el entrecejo, y el viento combaba con cuidado la hierba de los pastizales, como una madre peina el cabello de su niño.
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