¿Pastos de las mesetas, praderas altas y salvajes, por qué sois tan orgullosos? ¿Es por las ovejas que acabáis de ver? «¡Heh-ya, hah-ya! gritó un pastor mientras arreaba sus ovejas. Doblando sus rodillas y temblando sobre sus delgadas patas, las ovejas sacudieron su lana. «¡Heh-ya, hah-ya! Sus desnudos hocicos, ampliamente abiertos en expresipnes de aburrimiento, revelando sus labios salivantes, para quejarse con Dios, quién sabe por qué. Be-eh, me-eh…. Dos pastores lideraban el rebaño. Sus pantalones rojos cortaban uniformemente el aire, y las flores en sus sombreros se agitaban con sus movimientos, ¡Byr-byr! Los perros ovejeros oteaban el aire, con un ojo posado en sus ovejas para asegurarse que todo estuviera en orden. Lana frotando con lana, blanca contra negra; las lanudas espinas tamblaban como pequeñas olas en un lago, y el rebaño completo se estremecía. ¡Ptrua! ¡Ptrua! El llanto gutural llamando a las ovejas de regreso en las márgenes del rebaño para mantener el flujo entre las orillas del río ovino. Las rizadas colas de las ovejas se estremecían; sus cabezas dobladas, y sus planos dientes blancos arrancaban abrojos y dulces crocuses del suelo. ¡Byr-byr! Las altas pasturas extendían su alfombra al pie del rebaño, y las ovejas la cubrían con un manto móvil de varios colores. Crunch-crunch… be-eh, meeh… crunch-crunch…. Las sombras de las nubes vagaban sobre las colinas cercanas. Las montañas parecían moverse como las olas del mar, y únicamente las lejanas parecían estar inmóviles. La luz del sol inundaba la lana de las ovejas, rompiéndose en arcoiris y regando en el pasto un verde fuego, y las largas sombras de los pastores se arrastraban detrás de las de los animales. ¡Ptrua! Ptrua! Crunch-crunch, crunch-crunch…. Los pastores pisando silenciosamente con sus mocasinas; la lanuda ola se enrollaba suavemente sobre el pasto, y el viento comenzaba a tocar una distante tonada en cercos lejanos. Dzzz, zumbaba en las espinas, en monotonía, como una mosca. Dzzz, respondía otra valla, introduciendo una nota baja, de lamento. Más y más nubes aparecían, y ahora cubrían la mitad del cielo. La distante Béskide se empañó y luego se ennegreció, brillando en las sombras, como una viuda, mientras que los pastos seguían verdes y brillantes. ¿Por qué no te casas, alta Béskide? preguntó el viento en el cercado. «Porque el pasto no me quiere.», suspiró la Béskide en respuesta. El cielo azul estaba cubierto de gris. EL mar de montañas se oscureció. Los pastos se ensombrecieron, y el rebaño de ovejas los cubrió lentamente, como un gris líquen. Un helado viento desplegó sus alas, golpeando a los pastores bajo sus justillos. Era difícil respirar, de forma que quisieron dar la espalda al viento. Déjenlo golpear. Las cercas silbaron una aguda tonada, como moscas zumbando en una trampa; aulló un inaudible dolor, y gimió una pena solitaria. Dzzz… dzzz…. Incesante, persistente. Succionando la sangre y perforando el corazón, como un cuchillo. No quiero escuhar, pero debo hacerlo. ¿Me gustaría escapar, pero a donde? ¡Heh-ya, hah-ya! ¿Y a donde te vas? ¡Que el demonio te cargue! ¡Murko! Pero Murko ya estaba persiguiendo la oveja. Precipitándose sobre ella como si el viento hubiese soplado las plumas de su espalda, la agarró con los dientes y la lanzó de regreso al rebaño. Dzzz… dzzz…. Como un monótono e insoportable dolor de muelas. Aprieta los dientes y tranquilízate. Sigue. ¡Zumba y desaparece! ¿Qué es ese llanto? Debe ser el Uno. ¡Que se convierta en piedra! Podría caer al suelo, tapar mis oídos con las manos, y llorar. Ya no puedo soportarlo… ¡Dzzz… dzi-u-u!
Ivan sacó su floiara y la sopló con todas sus fuerzas, pero el loco era más fuerte de lo que él era. Volando desde la Chornohora como un caballo desbocado, golpeó el pasto con sus cascos y dispersó el sonido de la floiara con su crin. Como una bruja guiñándole un ojo con cataratas, la Chornohora lo amedrentó con un campo nevado bajo trenzas negras, sopladas por el viento. Dzzz… dzi-u-u!
Las ovejas rodaron entre un relieve del valle en donde el viento era más calmado. Apareció una laguna azul en el medio del cielo gris. Los pastos de las mesetas emitieron un aroma más fuerte. EL lago en el cielo rebalsó sus orillas y derramó sus aguas. Los picos se tornaron de nuevo visibles, y los valles se llenaron con el oro del sol.
Ivan miró hacia abajo. En algún lugar de las tierras bajas, los blancos pies de Marichka pisaban el verde pasto. Sus ojos probablemente contemplaban las tierras altas. ¿Estaría cantando sus melodías? ¿O ya las había sembrado sobre las montañas, en donde habían emergido como flores, y ella misma ya había caído en silencio? Recordó el joven la moza voz de la muchacha, y cortó una flor para adornar su sombrero.
Cuando los pastores lleven a alimentar sus blancas ovejitas, entrelazarán mis canciones alrededor de sus sombreros.
¡Ptrua! Ptrua! Golpeaba el sol, y el aire se volvía opresor. Las ovejas anadeaban, bufando y flexionando sus labios de forma de obtener tantos dulces retoños como les fuera posible, y dejando las gotas frescas. Crunch-crunch. Lana frotando con lana, blanco contra negro, y sus espinas se movían como olas en un lago. Be-eh, me-eh.
Los perros ovejeros yacían cansados sobre el césped sobre sus flancos. Las moscas se posaban sobre las rojas lenguas entre sus quijadas. ¡Byr-byr! Ivan los llamó con enfado, y los perros estuvieron de inmediato con las ovejas.
Las vacas pastaban al límite de los apacentaderos, cerca de un denso bosque. El pastor de los bovinos se reclinaba pensativo sobre su trembita. El tiempo se movía con lentitud. El aire de la montaña vigorizaba los pulmones y traía el hambre. ¡Cuán solitario era aquí! Eras como un delgado tallo en el campo. La verde isla bajo los pies era traslapada por las aguas de las montañas distantes. Más alto, sobre los salvajes y desérticos picos, se reunían los espíritus malignos, las fuerzas hostiles que no puedes vencer, y de las que sólo te queda resguardarte.
¡Heh-ya, hay-ya! Pisaban suavemente los mocasines sobre el verde campo. El silencio era tan abrumador, que uno podía escuchar la sangre fluyendo por las venas. El sueño pesaba ya. Colocando su suave garra sobre los ojos y rostro de uno, le susurraba a uno al oído: ¡duerme!Las ovejas se disolvieron frente a los ojos de Ivan. Se convirtieron en corderos, y no quedó nada más. El pasto flotaba como agua verde. Marichka ya venía. ¡Oh, no me engañarás, querido, no! Ivan sabía que era Alisna y no Marichka quien lo arruyaba. Ya de 22. ¡Algo lo atraía hacia ella! Él no quería ir, pero ya partía, como la verde corriente de grama.
El grito mortal de una vaca lo extrajo de su aturdimiento. ¿Qué? ¿Dónde? El pastor de las reses seguía apoyado sobre su trembita. Un toro rojo metió profundo sus cascos entre la tierra, dobló su grueso pesquezo y levantó la cola. Ahora el toro corría a toda velocidad hacia el sonido, saltando alto y arrancando el pasto con sus cascos. El pastor se sacudió y corrió tras el toro, dentro del bosque. Sonó un disparo. La explosión sonó por las montañas, haciendo eco una y otra vez. Luego todo volvió a quedar en silencio.
Tio debió haber matado una vaca, pensó Ivan viendo con más atención su propio rebaño.
¡Ptrua, ptrua! Parecía que el sol se estaba quedando dormido. El viento había ya muerto, trasladándose a soplar más alto en el cielo, en donde ya reunía a las nubes en un mar tan tormentoso como el mar de montañas que rodeaban los pastizales. El día había muerto en estos espacios infinitos, y era imposible decir se el tiempo en verdad estaba transcurriendo.
Finalmente, el largamente esperado sonido de la trembita llegó a los oidos de Ivan. Le trajo con él la fragancia de la kasha y humo de la choza de los pastores y emitía el susurro de espera de los corrales por las ovejas.
¡Heh-ya, hah-ya! Los perros se pusieron en acción, y las ovejas, balando, se dirigieron en un torrente, sacudiendo sus ubres pesadas por tanta leche, hacia los corrales.
Ya una fina llovizna regaba las sierras desde hacía tres días. Las montañas estaban envueltas en una humosa niebla. Con su lana pesada por tanta agua, las ovejas apenas podían caminar. Las ropas de los pastores ya estaban frías y tiesas. Su único descanso era a la hora del ordeño, bajo el techo del establo.
Ivan se encontraba sentado con su espalda contra una tabla, amasando una ubre entre sus piernas. Junto a él estaba sentado un pastor de cabras moreno, de cabello rizado, a quien cada frase era seguida por una maldición. Las ovejas impacientes, con sus ubres repletas de leche, presionaban a las demás para pasar al cobertizo y ser ordeñadas. ¡Esperad, pobres bichos! No trabajo de esa manera. ¡Una a la vez!
¡Ryst! los arrieros gritaban enojados en algarabía, chasqueando con un látigo mojado. ¡Ryst! ¡Ryst! gritaban los pastores para avalentonar, sacando sus rodillas del agujero por el cual las ovejas saltaban dentro del cobertizo de ordeño. Podríais todos …. El pastor de cabras no terminó su blasfemia. ¿Quién osaría decir algo en un momento como éste?
Ivan agarró a una oveja por el lomo con un movimiento experto y la haló hacia si sobre el ancho sitio para el ordeño. La oveja quedó sumisa en el lugar con las patas exageradamente abiertas, escuchando el chorro de leche cayendo en el cubo. ¡Ryst! fustigó el arriero desde atrás. ¡Ryst! ¡Ryst! los pastores gritaban. Tras ser ordeñadas, las ovejas caían en el redil como drogadas, colocaban sus cabezas sobre las patas delanteras, y hacían muecas con sus arrugados labios. ¡Ryst! ¡Ryst! Las manos de Ivan continuamente presionaban las tetas, y la leche salía disparada hacia el cubo. ¡Ryst! ¡Ryst! Las ovejas entraban como enloquecidas y abrían sus patas sobre los cubos, y diez manos de pastores exprimían sus tibias tetas. El rebaño, mojado en ambos lados del cobertizo lloraban lastimeras. Las ovejas, exhaustas, caían en el corral, y chorros gruesos y tibios caían a borbollones entre los cubos. ¡Ryst! ¡Ryst!
El pastor de cabras le sonrió a sus animales. A diferencia de las ovejas, tenían corazones amables. En vez de colapsar como las débiles ovinas, se mantenían firmes sobre sus delgadas patas. Levantando sus cuernos, se quedaban viendo la niebla, como si observaran algo, y sus delgadas barbas se sacudían vigorosamente.
Los corrales para ovejas estaban ya callados y vacíos. Probablemente alguna risa hacía eco en los profundos valles donde las montañas comienzan a crecer, pero aquí, en las tierras altas, en donde el cielo rodea los espacios desolados, sólo reina un antiguo silencio.
Un silencio que se interrumpía solamente por el chisporroteo del fuego inmortal en la cabaña. La leche fresca descansaba pesadamente en un tazón de madera sobre el que el jefe de los pastores se reclinaba. Ya había asentado la leche. Un vientecillo soplaba sobre él bajo el techo en el que enormes bolas de queso cuajado se secaban, pero no podían disipar el aroma del carbón de leña o de la lana. El propio pastor se encontraba totalmente impregnado de tales aromas. Nuevos cubos y barriles quedaban silenciosos en la esquina, pero un simple golpe podría haber evocado la voz que habitaba entre ellos. El frio suero ya mostraba su rostro desde un cubo de madera. El jefe de pastores se sentaba enmedio de sus utensilios como un padre entre sus hijos. Todo aqui – las bancas y paredes negras, el fuego y humo, el queso en cuajo, las barricas y el suero – era familiar y muy querido. Su mano tibia descansaba sobre todo.
Ya la leche cuajaba, pero aún no estaba lista. El pastor sacó de su cinturón una tablilla con listas y comenzó a leer. Esta especie de libro registraba quién tenía cuántas ovejas. Sus cejas hacían muecas de preocupación cuando, asombrado leyó, Mosiichuk tiene catorce ovejas, y debe obtener….
Afuera de la cabaña cantaba el cuidador del fuego:
¿Una oveja de cuernos retorcidos pide al macho cabrío, me harías algo de heno, mi dulce carnerito?
¡Ya andas de nuevo en esas! el jefe de los pastores gritó muy enojado y retomó el conteo en sus tablillas.
No sabes lo que el invierno trae,
Mi oveja de retorcidos cuernos,
O si viva o muerta saldrás
De las altas mesetas.
El cuidador del fuego finalizó su canción en el vestíbulo, y entró a a choza. Negro por el hollín, se inclinó sobre el fuego y sólo dejó vislumbrar sus blancos dientes. El fuego, calmadamente, chisporroteó.
La leche dentro del tazón de madera se tornaba amarilla y espesa. El jefe de los pastores se encorvaba sobre él en una severa concentración. Lentamente desabotonando sus mangas, hundió sus velludos brazos, hasta los codos, dentro de la leche. Y luego se congeló, sin movimiento, sobre ella.
Era el momento en el que todos debían quedar en silencio dentro de la cabaña. La puerta había sido cerrada y atrancada, y ni el cuidador del fuego osaba mirar la leche mientras que el jefe de los pastores profería su conjuro. Todo estaba congelado en expectación. Los barrilitos de madera mitigaban las voces; los cuajos en el estante callaban; las negras paredes y bancas habían caído en un pesado sueño; el fuego apenas respiraba, e incluso el humo escapaba furtivo por la ventana. Solamente un efímero movimiento apenas vislumbrable en las venas del jefe pastor indicaba que algo sucedía al fondo del tazón. Sus manos, lentamente, se animaron, primero alzando y luego soltando la leche, una y otra vez, y amasando y golpeando algo allá abajo. Repentinamente, desde el fondo del tazón, de debajo de la leche, surgió un cuerpo redondo, crudo, nacido por un milagro. Se tornó blanco y tierno, con sus llanos lados bañados en el pálido fluido, y cuando el jefe pastor lo sostuvo para sacarlo, el verde nacimiento se drenó sonoramente dentro del recipiente.
El jefe de los pastores suspiró aliviado, ligeramente. Ya podía ver el cuidador del fuego. La cabeza del queso era una buena. Traería alegría a los pastores y nutrición a la gente. La puerta se abrió de par en par; el viento sopló desde debajo del techo; el fuego lamió con alegría el negro pote en donde el suero bailaba una kolomyika, y los blancos dientes del cuidador del fuego destellaban dentro del humo y flamas.
Al atardecer, el pastor jefe emergió de la choza portando una trembita, y anunció victoriosamente a todas las desoladas montañas que el día había terminado en paz, que el queso había salido bien, que la kasha estaba lista, y que los corrales esperaban nueva leche.
Durante su verano en las tierras altas había tenido Ivan muchas aventuras. Una vez pudo ver una insólita escena. Se preparaba para llevar a las ovejas al corral, cuando vislumbró inadvertidamente un pico vecino. Se había asentado una niebla en el bosque, haciéndolo ver tan liviano y gris como un fantasma. La pradera junto a él aún era verde, y un abeto solitario se alzaba en negro contra ella. Repentinamente, el árbol comenzó a humear, lo que fue aumentando hasta que salió de él un hombre. Éste estaba parado en el prado, alto y blanco, llamando al bosque. Inmediatamente emergieron ciervos del bosque, uno tras otro, cada uno con cuernos más grandes y relucientes que el anterior. Corrían, temblaban sobre sus delgadas piernas, y comenzaban a pacer sobre el césped. Y si en algún momento se dispersaban, un oso los ponía en orden, arreándolos como un pastor ovejero arrea ovejas. El hombre alto y blanco se dirigió a su rebaño y saludó a su ganado. Entonces sopló un viento, y el rebaño desapareció, como si alguien hubiese echado vaho en un vidrio, que luego se aclaró. Iván invitó a los otros pastores a que vieran, pero no le creerían. «¿Dónde? ¡Pero si sólo es niebla!»
En dos semanas, «Tio» sacrificó cinco vacas. Más adelante mató otras dos, pero fue la última vez: tratando de irrumpir en un corral una noche, se empaló a si mismo en una estaca. Ahora su pellejo se secaba en los postes, y los perros le aullaban.
La niebla siempre dejaba atrapadas a las ovejas en los pastizales. El cielo, montañas, bosques y pastores desaparecían en la densa y lechosa niebla. «¡He-ey!» Llamaba Ivan. «¡He-ey!» sonaba una sorda respuesta, como si proviniera de debajo del agua, e Ivan no podía ubicar a su emisor. Los ovinos permanecían debajo de los pies como una confusión gris y, entonces, también desaparecían. Ivan andaba sin ayuda, con sus brazos extendidos como si tuviera miedo de tropezar con algo, y gritaba «¡He-ey!». Y «¿En dónde estáis?» sería la respuesta recibida, detrás de él, forzándolo a detenerse. Quedaba parado, desorientado, perdido en la espesa cubierta de neblina, y cuando se ponía en los labios la trembita para llamar, el otro extremo del instrumento se perdía en la niebla, y su ahogada voz caía de inmediato a sus pies. Por ello es que los pastores perdían varias ovejas.
Algunas veces las mesetas eran barridas por fuertes chubascos. San Elías estaba combatiendo contra las fuerzas del mal, que tenía completas el demonio. Su espada brillaba, y su rifle bramaba con tal fuerza – ¡Santificado sea Tu Nombre! – que el cielo se partía a la mitad y caía sobre las montañas, y algo negro avanzaba serpenteando y se escurría debajo de una roca cada vez que el trueno sonaba. El diablo estaba burlándose de Dios y mostrándole su rabadilla, lo que hacía sufrir a los pobres pastores: eran invadidos por el miedo y empapados hasta el tuétano.
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